Abrí los ojos y allí me encontraba. Del dolor de haber caminado tanto, los pies en llagas, la boca seca y las lágrimas cansadas, se resquebrajó mi corazón. Pero también de felicidad marchita se rompió porque ya había llegado, tras tanto tiempo, tanta desesperación, el viaje había acabado y una nueva aventura comenzaba.
Tiempo atrás me dijeron que lo que importaba era el camino. ¡Y es cierto! Tan cierto. El presente es lo que importa, paso tras paso, poquito a poquito, con calma. Los cánticos resonando en tu cabeza, la ayuda: “¿te llevo la mochila?”, “Vamos, respiramos y damos un paso. Respiramos y damos otro paso. Y cuando hayamos dado cinco paramos. ¿Vale?”. Y tú que respondes sin aire en tus pulmones, el cuerpo cansado, las piernas de plomo, tú que le miras a los ojos, a su mano agarrando la tuya y respondes sacando fuerza, sin saber muy bien de donde, respondes: “Va…vale”. Continúa el camino, paso a paso y lo que importa es el presente. El amor que aquella persona que nunca volviste a ver te dio en apenas treinta días. El amor que tú le diste a ella, confiando, escuchando sus palabras y, tras cinco pasos, respirando.
Hasta que llegas a la cima de la gran montaña y miras hacia abajo y, aunque quieras gritar, no te queda aire, así que respiras. Respiras de nuevo, llevándote el horizonte y todo lo que quedó atrás contigo, mientras una lágrima recorre tu rostro y miras a quién estuvo a tu lado y ni siquiera hacen falta palabras.
Mas cuando en el presente solo hay muerte, el camino no es llevadero, o amable, durante tanto tiempo, entonces el presente queda en un segundo plano y se fantasea con la esperanza de algo mejor.
A ese “algo mejor” yo había llegado. Y como yo, cientos de Quetzales habían volado, atravesado océanos, istmos y cordilleras para llegar a ese pequeño recoveco de la Tierra donde unos cuántos habían comenzado el cambio. Entre campos en cosecha, energía verde y limpia, y otra forma de vivir. Porque algo muchos habíamos aprendido. Primero de todo, que somos Tierra, que vivimos, soñamos, anhelamos despertar entre cocoteros en la playa del Tayrona o caminar cientos de veces senderos porque cada vez es diferente, respirando flores y aromas, respirando alisios y niebla entre montañas, sintiendo el ardiente volcán bajo nuestros pies, la cascada sobre nuestas cabezas o bañándonos en cráteres convertidos en inmensos lagos, sentir nuestra piel al contacto con el aire, la Tierra, el cielo y las estrellas.
Muchos entendimos que somos Tierra. Que existen otras maneras de vivir, con la tecnología más puntera pero alejados de trabajos de culos sentados, piernas dormidas y espaldas doloridas. Alejados de cuatro paredes, individualismo y soledad. Aprendimos que existe un futuro diferente, un futuro resiliente frente a los desastres del clima, uno en paz y lleno de humanidad.
Al final, todos habíamos llegado a ese lugar. Quizá alguno huyendo de murallas insalvables, otro de fantasmas, otros de una vida que se les pasaba delante de una pantalla. Quizá otros del hambre y de trabajar sin disfrutar. Mientras unos en busca, otros obligados por las circunstancias. Cada mochila, aunque se parecieran, era diferente. Pero lo importante era que estábamos juntos y que juntos, sabíamos, se pueden lograr grandes cosas, cantando al unísono, bailando “Plato, poto, cubierto” o “Moza, mozo, moze de Ruta Quetzal”. Habíamos llegado y no tendríamos que estar solos o en peligro nunca más.
Dedicado a Paloma, monitora del grupo 4. Dedicado a todos los que nos ayudamos en cada encuentro, cada día, cada dificultad por pequeña o grande que sea.
Teresa Gubern, Quetzal 2015